DÍA DE LA MADRE/RELATO

Cuando cuatro letras encierran todos los nombres del amor

El Día de la Madre tiene el privilegio -por el cúmulo de sensaciones que son propiedad privada de cada uno- de ser quizás el Día más importante del año. Obviamente que para cada uno es una sensación repetidamente nueva e igualmente diferente.

Doña Rita, mi mamá.
Doña Rita, mi mamá.

Este festejo también parecería generar una “grieta biológica”, simplemente porque hay dos parcialidades: los que aún tienen madre; y en la vereda del frente: los que ya no la tenemos.

Con muchos años encima uno mira –por aprendizaje o por inercia- las cosas de manera diferente, de manera muy personal y este día no escapa a esa mirada, quizás introspectiva, quizás acusadora, quizás conformista que, aún así, nos obliga a múltiples preguntas con respuestas que convergen en una sola realidad: la mamá es amor, entrega, paciencia, perdón, sacrificio, cuidado, compañía, bendición, protección y demás etcéteras que hay, pero lo más importante de todo es que la madre es lo más parecido a la bondad y comprensión de Dios; en síntesis, es su regalo para con nosotros.

Mi caso o historia, al igual que el de cientos, quizás miles, tuvo un click cuando ese jueves 30 de octubre de 2014, estando junto a mi hermano Daniel en el Aeroparque o Aeropuerto Jorge Newbery cerca de abordar el avión para regresar a casa, casi a las 21, recibió una llamada de mi hermana que le confirmó lo que unos estudios previos delataban: MI mamá, Doña Rita como la llamaban los demás, tenía cáncer de páncreas; si, ese ser maravilloso, inmortal, que soportó tormentas y vaivenes de la vida para cuidarnos y criarnos desde la muerte de mi padre y que para mí era invulnerable, con sus 83 años y su vitalidad intactas, por un papel ya tenía su final decretado, era cuestión de tiempo. Como ella sabía de los análisis le dijimos que era un quiste, que había que hacer tratamiento. No preguntó más, como si ya supiera.

Con esa novedad, abordamos el avión; me senté junto a la ventanilla mirando la nada, mi hermano en el asiento del medio y para el pasillo una señora. Las dos horas del vuelo parecieron más largas que de costumbre; con mi mente tratando de entender, de asimilar la terrible noticia, sin decir una palabra. Al aterrizar escuché la voz de la señora que se había sentado junto al pasillo decirle a mi hermano “…amar también es dejar partir”. Él pudo comentarle a esa señora lo que nos pasaba; luego me enteré que era doctora del Oñativia, yo seguía mudo.

Antes de esta noticia, mi vida tenía un ritmo de trabajo –se diría casi loco- que mi mamá siempre justificó aduciendo que su “chiquito”, su “bebé” estaba trabajando en su obra maestra, el Nuevo Diario, lo cual era cierto, pero lo que ella no sabía y yo tampoco, es que “su” hijo en el desconcierto de su propia vida, no tenía –como muchos hijos- los momentos que –ahora entiendo- necesitaba y necesitamos cuando somos padres: las caricias y abrazos vivificantes, las miradas que dicen todo, las charlas simples, los silencios cómplices, los mimos del alma y tantas cosas más que olvidamos de brindar a nuestras madres, a ellas que nos dieron todo y más. Qué injusto fui.

Con la noticia de su pronta partida averigüé tiempo de sobrevida, progresión de la enfermedad y los datos decían que “normalmente” el tiempo restante se limitaba a más/menos cinco meses.

Desde el 31 de octubre sí hubo tiempo de almorzar con ella todos los días, de hacer sobremesa, de siesta a su lado recordando aquellas cosas de mi infancia, pero no alcanzó, a mí no, mucha culpa.

Obviamente que su salud fue empeorando, y con ella su postración se hizo más frecuente, pero siempre acompañada por sus hijos y principalmente por Marta, que se podría decir es nuestra “otra” mamá.

Las cosas de Dios, del destino o de la vida me condujeron aquel viernes 20 de marzo de 2015 a tener que realizar un trámite en la Universidad de Tucumán para mi hija menor; debía presentar un papel imprescindible para su incorporación. Con la premisa de estar en Salta a las 13 para almorzar con ella partí al Jardín de la República muy temprano, pasadas las 7 de la mañana. Pasando el puesto del peaje Aunor sin funcionar, mi auto indicó una señal que me señalaba la posibilidad de problemas en el vehículo; retorné a casa y me fui en un auto deportivo; antes de llegar a Güemes un camión disparó una piedrita que impactó en el parabrisas y le dejó una marca que con el tiempo se fue ampliando. Dos señales que indicaban que quizás no debía viajar, o quizás sí, porque ella no quería que sufriera.

El cambio de vehículo retrasó mis planes, pero pude con mi hija presentar el certificado que necesitaba para su inscripción y justo a la salida de Tucumán, a las 15.05 me llamó mi hermano preguntándome como estaba y donde estaba, seguidamente me dijo “… vení despacio, la mamá ya se fue…”. Paré el auto y lloré como cuando un niño no está con su mamá. Y era así, con la diferencia que ese niño ya tenía 57 años y había quedado huérfano. Mi hija, que me acompañaba, solo atinó a abrazarme y compartió mi dolor con un silencio respetuoso. Sólo dos horas y 10 minutos me tomó de tiempo para llegar a la entrada de Salta y de allí a casa de mi madre. Entré sin ver a nadie, porque –juro- no los noté, no los ví.

Era verdad, mi mamá no respiraba, no me saludó, no me dijo “mi bebé”. Ella, la inmortal, había muerto.

Hace días escuché a alguien que dijo que la muerte suele ser una gran maestra y creo que tiene razón. Me enseñó y aprendí con su partida el real significado del te extraño mamá, aprendí que una madre no necesita obsequios, basta con que le “regalemos” un poco, sólo un poco de nuestro tiempo para su felicidad completa. También aprendí que ella no había muerto, que mientras yo respire seguirá viva, conmigo… como siempre.

Pregunta: ¿por qué estas líneas?

Quisiera creer que alguien va a leerlas y quizás se permita recapacitar para que el tiempo, ese verdugo implacable e impiadoso, le permita “devolver” algo de ese amor que –naturalmente- tiene ese regalo de Dios, que es una mamá y que en esas cuatro letras contiene el nombre de todas.

Estas líneas también llevan el saludo, la admiración y el respeto para las madres que a veces cumplen con el doble rol de madre-padre o viceversa, para las mamás de corazón, donde también está ella, mi madre.

Perdón, no tuve su generosidad, y hoy es tarde, pero no tanto porque soy y somos con mis hermanos –creo- lo mejor de ella.

NAG

 

 

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