Colocarse más allá de la modernidad, situarse en una línea colocada después de una frontera política o de una moda intelectual suponía estar a la vanguardia de las vanguardias, acampando en territorios de un futuro incierto.
Lo que no previeron los profetas de la post modernidad es que aquel reinado, al abrir confiadamente las puertas a “lo que viene después”, podía ser víctima de su propio invento y terminar barrido por sucesivos e incontrolables “post”.
Más grave aún: estuvieron lejos de imaginar que aquella onda “post” de los ’90 no sería desalojada por un progresismo acentuado sino por el más explícito y duro anuncio del cataclismo populista y conservador lanzado por Donald Trump.
Fueron las trompetas de Trump las que, durante la campaña electoral, agitaron y anunciaron el advenimiento de la Era de la “Post-Verdad”, término que acaba de elegir como palabra del año 2016 el prestigioso “Diccionario Oxford”.
Después debatir, los académicos se decidieron por este término para definir una era en la que “el que algo aparente ser verdad es más importante que la propia verdad”.
Se ha definido post verdad como lo "Relativo a o denotando circunstancias en las que hechos objetivos son menos influyentes en la formación de la opinión pública que la apelación a la emoción y a la creencia personal".
Aunque comenzó a usarse hace diez años, de modo limitado, el término post verdad se hizo notorio en la reciente campaña electoral en los Estados unidos, de la mano Donald Trump.
Su uso aumentó en 2016 un 2.000% con respecto a 2015. El prefijo en 'post-verdad' quiere decir que "pertenece a un tiempo en el cual el concepto especificado se ha vuelto insignificante o irrelevante", dice el Diccionario Oxford.
Tendremos que preguntarnos si la post verdad no es solo un mero un eufemismo para definir una verdad aparente sino que, quitado ese maquillaje, se encuentre una voluntad autoritaria y demagógica decidida a contrabandear, encubrir y disfrazar a esa vieja, perversa e inmortal harpía llamada Mentira.
A las puertas de esta amenaza, resuena con fuerza actual lo que dijo Solzhenitsyn: “Toda persona que aclamó alguna vez la violencia como su método debe inexorablemente escoger la mentira como su principio”.
“Nada disfraza a la violencia excepto la mentira, y la única manera a través de la cual puede sostenerse la mentira es mediante la violencia. La violencia demanda también de sus víctimas el vasallaje a la mentira, la complicidad con la mentira”.
Cuando una mentira se entreteje con otras, ese entramado adquiere carácter de sistema. La mentira organizada e institucionalizada se llama mendacidad.
“No se trata de mentiras aisladas y ocasionales, sino de un conjunto de falsedades deliberadas, perseverantes y articuladas. La mentira organizada es un insumo vital para edificar, y mantener en pie, un régimen totalitario”, añadió.
En un Estado totalitario la mendacidad es sistemática y funciona como uno de sus engranajes. Pero las democracias no son indiferentes al uso de “mentiras útiles”, al menos, para la autoridad que las fabrica y distribuye.
La mentira se impone con prepotencia o entra con disimulo. Las fronteras entre apariencia de verdad y mentira se fueron haciendo borrosas: “la mentira ha alcanzado una especie de absoluto incontrolable”, dice Hanna Arendt.
No se miente solo en oscuridad, sino “a plena luz del día”, disfrazando la mentira como verdad. Si, como afirma Arendt, la política es un lugar privilegiado de la mentira, los regímenes totalitarios son su supremo y más siniestro reino.
- Gregorio A. Caro Figueroa
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