Será necesario apartar esa densa espuma de la euforia y los elogios de unos y el rechazo e indignación de que disparó en otros el tan inesperado, como indeseado para ellos, triunfo del provocador magnate Trump.
Conocidos los resultados, la intensidad de la euforia y de la decepción, siguen inalterables, amenazando prolongar su permanencia en el centro de la escena. Hasta moderados analistas y académicos han reemplazado su análisis riguroso con durísimas críticas a Trump.
La crítica razonada está siendo barrida por la crispación, por los pronósticos pesimistas y por anuncios catastróficos. Las dos guerras mundiales del siglo XX, el colapso económico de 1929 y el atentado a las Torres Gemelas son tres precedentes de esta alta tensión desencadenada por la elección de Trump.
La noche del triunfo de Trump, después de escuchar el mensaje más moderado del futuro presidente de los Estados Unidos, la mitad del electorado norteamericano que lo votó, se fue a dormir acariciando el Sueño Americano. Pero esa misma noche, la otra mitad de los votantes que votó a Hillary Clinton, se acostó y padeció de Pesadilla Americana.
Como todo populismo, de izquierda a derecha y viceversa, el mensaje agresivo y los desplantes de los que abusó durante la campaña no sólo se montaron sobre las fisuras y los miedos de la sociedad norteamericana, sino que los profundizó y agravó al extremo de reactivar las diferencias raciales entre blancos y negros.
Como todo populista, Trump escaló hacia la presidencia explotando los miedos y levantando en sus puños el retrato de un país amenazado por once millones de inmigrantes ilegales colados por una frontera demasiado complaciente y porosa, por una economía abierta, por los lobos de Wall Street, por el establishment y por el exceso de libertad.
Trump apareció como un raro caso de millonario anti sistema, como un Padre Protector cuya misión es salvar el Imperio y restaurar la grandeza americana. Aunque Trump finge inspirarse en los Padres Fundadores, toda su prédica electoral fue la negación de las ideas democráticas y republicanas de aquellos estadistas.
George Washington escribió estas líneas que hoy adquieren una sorprendente actualidad y que parecen pensadas para personajes como Trump: “El gobierno no es una razón; tampoco elocuencia, es fuerza. Opera como el fuego; es un sirviente peligroso y un amo terrible. En ningún caso se debe permitir que manos irresponsables lo controlen”.
Trump llega a la presidencia de los Estados Unidos sin ningún antecedente en la gestión política. Es un millonario audaz y de temperamento autoritario que saltó desde su despacho de empresario a la Casa Blanca con intenciones de realizar el más duro y radical gobierno conservador. Aunque suene contradictorio: aspira a consumar una revolución de raíz, no restauradora.
Apartada toda esta espuma, “que nubla la razón, sin permitir pensar” como aquella canción de Sandro, lo que está en la profundidad de estos acontecimientos es ese gran problema y desafío que tienen por delante los Estados Unidos. El desafío que a comienzos de los años de 1960, advirtió con lucidez John Kennedy, cobra enorme vigencia en estas primeras décadas del siglo XXI.
El problema más importante que tienen por delante los Estados Unidos es conservar, a la vez, su fuerza y su tradición de respeto a la libertad individual, dijo. Para esto es necesario, como advirtió Washington, que las instituciones y la sociedad norteamericana no permitan que “manos irresponsables controlen el gobierno”.-
- Gregorio A. Caro Figueroa, periodista e historiador
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