LESA HUMANIDAD

“Yo ya estoy muerto”, dijo Arra cuando supo de la intervención a Ragone

El testigo José Luis Garrido sostuvo ayer que Miguel Ángel Arra dijo: “Yo ya estoy muerto”, cuando se enteró que el gobierno de Miguel Ragone había sido intervenido, el 23 de noviembre de 1974.

NDS |

José Luis Garrido, compañero de estudios y amigo de Miguel Ángel Arra.
José Luis Garrido, compañero de estudios y amigo de Miguel Ángel Arra.

En una extensa jornada, en la que se escucharon nueve testimonios, Garrido fue uno de los que habló de la desaparición de Arra, con quien habían estudiado juntos en la Facultad de Ciencias Naturales de la Universidad Nacional de La Plata. Los unía, recordó, una profunda amistad. Y volvieron a ser compañeros, ya como docentes, en la Universidad Nacional de Salta (UNSa).

Cuando la entonces presidenta María Estela Martínez de Perón mandó intervenir a Ragone, ambos estaban en Mendoza participando de un congreso. Ahí Arra profetizó su muerte y les contó (a él y a otros docentes e investigadores de confianza) que actuaba como correo de organizaciones políticas que habían pasado a la clandestinidad. Tenía la convicción de que lo iban a matar y les recomendó que quemaran todo lo que pudiera vincularlos a él. 

Esa fue la última vez que Garrido supo de su amigo. Si bien no supo en qué grupo político militó, recordó que por seis meses estuvo en el Partido Comunista junto a otro investigador, Tony Moreno, “quien también desapareció en Salta. No sé si se fue o lo fueron”, añadió. 

En diciembre de 1974, la derecha triunfante con la caída de Ragone intervino también la UNSa, cuyo rector, Holver Martínez Borelli, había acompañado al gobierno  del médico. Arra y otros docentes fueron cesanteados. Más tarde varios de ellos fueron desaparecidos, o debieron exiliarse. 

Tras la cesantía, Arra se fue al Litoral en busca de trabajo y regresó a Salta en junio a buscar sus cosas. El 24 de junio de 1975 acompañó a su novia, Cecilia Zadro, hasta la Facultad, que funcionaba en el Museo de Ciencias Naturales y quedaron en encontrarse a las 17, en la glorieta del Parque San Martín. Ayer Zadro contó, por videoconferencia desde Córdoba, que lo esperó media hora y se fue. Un día o dos días después avisó a la familia de Arra. 

Sus hermanas vinieron a Salta, lo buscaron en vano por toda la ciudad, con la ayuda del joven radical Gabriel Morales (que también declaró en la víspera). Arra se hospedaba en el Residencial Asturias, de donde la Policía había retirado sus pertenencias. 

Tiempo después, en 2009, se pudo determinar que el joven, de 27 años, había sido asesinado poco después del secuestro. A eso se refirió el abogado Carlos “Uluncha” Saravia, quien recibió fotografías del hallazgo de los restos de Arra y del ex policía César Carlos “Topo Gigio” Martínez (asesinado el 18 de marzo de 1976). Saravia dijo que quien le entregó las fotos no se identificó, pero cree que era un policía retirado.

Operativos y autos sin control  

El médico Humberto Flores sostuvo ayer que un policía retirado, de apellido Mendoza, le contó que cuando fue secuestrada la joven Sylvia Sáez de Vuistaz, en septiembre de 1976 en Embarcación, el jefe de la Comisaría de esa localidad, Arturo Madrigal, le ordenó que avisara por radio a los puestos camineros que no debían detener a los automóviles que habían participado de este operativo. 

El testigo recordó que Mendoza le contó que era radio operador de la Policía, y como tal recibió la orden de Madrigal de pasar las patentes de los vehículos que estaban involucrados en ese hecho y avisar a los puestos para que no los pararan. 

Madrigal está siendo juzgado en este proceso, precisamente en relación a la desaparición de Sáez de Vuistaz. 
Ayer también declararon tres testigos sobre la desaparición de la joven policía María del Carmen Buhler Gómez, en julio de 1976 en Orán.

Disparos y una explosión

El testigo Mario Enrique Rojas relató que “vive guardado” en su cabeza el hallazgo, en junio de 1976, de restos humanos en la zona de Pacará, frente al campo del Ejército. 

Contó que trabajaba en un camping de Bienestar Social. En una zona de poco tránsito a la medianoche, escucharon  la llegada de dos automóviles desde distintos puntos, enseguida sonaron disparos de ametralladora y de un arma calibre 45 (lo supo al día siguiente, por las vainas servidas). Otra vez escucharon los autos alejándose en sentidos distintos, y “a los dos minutos” una explosión. 

Al otro día encontraron restos de lo que pensaron que eran dos cuerpos. Tras espantar a los perros, Rojas fue a avisar a la Policía de Vaqueros, pero recién al mediodía fueron a levantar los restos en una caja. No le tomaron la denuncia, y tampoco un testimonio escrito.  

Rojas insistió en la imagen que lo persigue: “Eso no se puede olvidar, porque no era un animal, vive guardado en la cabeza de uno”. Su sensibilidad contrastó con el desprecio del perito policial Inocencio Roberto Medina, quien participó del levantamiento de estos restos. “Había una cabeza que yo la agarré, la llevé de las mechas para su reconstrucción”, repitió. “Vine con la cabeza en la mano porque no tenía elementos para trabajar”, insistió. 

Las fotografías (las mismas que recibió Saravia) muestran que, efectivamente, los policías levantaron la cabeza por los pelos. Medina dijo que dejó la cabeza en el depósito de la Policía y no supo más. Fue desaparecida. 
Ayer comenzó su testimonio diciendo que Joaquín Guil, acusado por este hecho, “era una bellísima persona”, y reconoció que por entonces era su jefe y le está agradecido. 

 

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